"No estábamos preparados para el “arresto
domiciliario”. Si no habíamos hecho nada malo, nada prohibido, pero el castigo impuesto por la fuerza de la ley no se discutía. Conforme pasaban las semanas íbamos viendo la expansión
de un virus letal. Y aceptábamos de mala gana la imposición
del encierro. Después de todo era para protegernos. Sin embargo, esta misma aceptación masiva del orden impuesto nos llevaba a razonar otros principios peligrosos y extremistas: ¿Y si
fuera, al fin y al cabo, el eslabón que precede al control absoluto de los individuos?
Ya lo habíamos visto en producciones cinematográficas, paradójicamente de origen yanky, donde el apocalipsis no
solo se expresaba a través de la furia de la naturaleza misma,
sino también tenía la forma de una nueva guerra, de ataques
químicos y bacteriológicos que acababan con poblaciones enteras. Cuántos relatos distópicos ya lo preconcebían en el tiempo.
Otra vez “1984” me parecía posible, aunque desde un plano no
necesariamente totalitario. Pensaba que, tal vez, el salto de calidad del dominio de los hombres ahora pasaría por el grito desesperado del mismo hombre reclamando cuidado y protección
sin medida. ¿Con quién habrá que acabar en el mundo futuro,
de quiénes tendremos que protegernos, que Dios será el falso y
cuál el verdadero? Y allí estará el orden con forma de hierro retorcido, sin rostros, sin mascarillas, sin corazón, aguardando la
chicharra de seguridad sonando con estridencias en calles desiertas. Corríamos el novedoso miedo de aceptar, sin más ni
más, la esclavitud absoluta y definitiva. Un mundo exterior y
virtual se propagaría en pantallas, para seguir el día a día, como
un Gran Hermano universal, solicitando autorización para esto
o para aquello a un poder invisible e invencible".
"La Pandemia de Pandora", Carlos Cabrera, Ediciones Caballitos de Ajedrez, Buenos Aires 2020